Por Héctor Alegre
Nuestro Código Penal establece las distintas diferencias entre los tipos penales entre aquellos hechos que son considerados delitos, expectativa de pena de hasta 5 años y los señalados como crímenes, que se castigan con más de 5 años de cárcel hasta llegar al máximo previsto en nuestro ordenamiento punitivo de 30 años de penitenciaría (a los que se pueden sumar 10 años más si se aplican las llamadas medidas de seguridad)
El Estado Paraguayo construye su prerrogativa punitiva con el objetivo que la sanción es reinsertar a la sociedad a aquellos que han violado la ley. En consecuencia, el régimen penitenciario se desarrolla para que el interno, una vez compurgada su pena, pueda volver a ser parte útil de la sociedad. Pero es harta conocida la situación de que el estado actual de las cárceles alienta más al perfeccionamiento de los artificios criminales que a la devolución desde las rejas a seres humanos enmendados de un pasado delictual.
Y a esta realidad, muy diferente al loable objetivo constitucional, es menester agregar un concepto más, aquel revestido de la imperiosa tarea de proteger a los ciudadanos honestos de aquellos individuos que por la característica de lo que cometieron no son merecedores de volver a ser parte de la sociedad.
“Caazapá: Niño de 12 años muere de un disparo al intentar defender a su madre de asaltantes”. Este es el título de la crónica policial que llegaba en la noche del lunes desde las afueras de una humilde localidad de este departamento. Una mujer y sus hijos de 12 y 1 año de edad se encontraban preparándose para descansar; en cierto momento la mamá de las criaturas salió al patio para preparar cocido al menor de 12 años, cuando observó la llegada de 5 encapuchados armados y que rodearon la precaria choza de madera.
Alertado por su mamá el menor agarró un revolver perteneciente a su papá; éste trabaja de obrajero en una estancia en el Chaco. Empuñando el arma, el pequeño héroe alcanzó a disparar 3 tiros para repeler a quienes ponían en ese momento en peligro la vida de sus seres queridos. No tuvo tiempo para más; un cobarde asesino surgió por fuera de una ventana del humilde hogar y sin mediar palabras efectuó un disparo mortal de escopeta contra el niño.
Su cuerpo quedó destrozado, él murió en el interior del hogar que defendió pagando con su vida; los atacantes, apurados porque los disparos podrían haber alertado a los vecinos, huyeron llevándose el arma empuñada por quien ofrendó su vida y una motosierra, encontrada ya en horas de la mañana no muy lejos del lugar del crimen.
Este relato me sirve de prólogo para sostener mi convicción sobre que es imposible que un hombre, para llamarlo de alguna manera, que acabó cobardemente con la vida de un niño pueda ser considerado como alguien reinsertable a la sociedad. Quienes cometen este tipo de actos atroces contra seres tan indefensos como los niños no merecen el perdón.
Por las definiciones que enmarcan nuestra Constitución la pena de muerte no puede ser agregada nuevamente a nuestro derecho. En consecuencia, la necesaria modificación de nuestra Carta Magna, debe buscar la aplicación de sancionar con la cárcel y de por vida; con aislamiento 23 horas por día, de quienes cometan actos tan villanos. No hay otra salida, en casos como este lo que vale, por sobre cualquier garantía, es el derecho a aislar de por vida a individuos de esta calaña.