Lo que sucede en el proceso electoral del Brasil es el reflejo del fenómeno que se observa prácticamente en toda Latinoamérica. La izquierda es muy popular en vastos sectores y ha logrado imponerse, sino electoralmente, al menos culturalmente durante muchos años.
Si uno enciende el televisor o lee los diarios más importantes del mundo, o si los seguimos a estos en las redes sociales y a sus principales figuras es fácil comprobar que temas como el subsidio, el aborto y demás políticas de género se dan prácticamente por sentados como vías correctas y adecuadas para la sociedad. No son pocos quienes repiten que esos y otros postulados frecuentemente enarbolados por la izquierda ya ni siquiera deben debatirse. Es cierto que hay partidos que no pueden ser considerados de izquierda que también los asumen como bandera; ejemplo es el Partido Popular de España, o Juntos por el Cambio de Argentina, o el Partido Demócrata en los EEUU, sólo por citar algunos.
Pero es en ello donde radica el triunfo de la izquierda, en el hecho de haber logrado que su agenda sea llevada a cabo aún sin un partido de izquierda.
Lo que venía como un tren arrollador empezó a encontrar escollos que le desafían. En 2016 irrumpe en escena un candidato que nadie vio venir, Donald Trump. El empresario arremetió con un fortísimo discurso que desafió el corazón del mensaje de la izquierda. Paralelamente, en el Reino Unido tomaron el poder los más conservadores de entre los conservadores y en Colombia, ese mismo año, el referéndum para legalizar el llamado acuerdo de paz con las FARC tuvo por resultado el rechazo del acuerdo. ¿Cómo sucedió?, ¿cómo pudo ocurrir algo así?
En los tres casos citados, los que se impusieron tuvieron en contra a la ONU, a los principales y más famosos artistas del mundo; a Bill Gates y George Soros, ¡hasta al Papa Francisco! Y tuvieron en contra la narrativa de los medios de comunicación.
La razón que explica los tres casos que estamos poniendo como ejemplo es fácil de identificar: evidentemente existen vastos sectores de la población que no se sienten identificados con el igualitarismo y el colectivismo, que están hartos de los mensajes ideológicos que nada tienen que ver con sus problemas concretos que son el dinero, el trabajo, el empleo y la educación de sus hijos, la violencia y la inseguridad. Existían, estaban ahí silenciosos e invisibilizados y se dieron a conocer cuando apareció Donald Trump. Lo que vino después ya fue una explosión en cadena.
En 2019 irrumpe Jair Messias Bolsonaro, un capitán retirado del ejército brasileño convertido hacía mucho tiempo en Diputado Federal y logra lo impensado. Con el mismo discurso de Trump y sin respaldo político alguno, sin estructura, gana las elecciones en uno de los países más grandes del mundo.
Y el establishment del Brasil, pese a haber tenido el antecedente de lo sucedido en 2016 en EEUU, utiliza contra Bolsonaro la misma táctica fallida que utilizaron con Trump. Los mismos ataques, las mismas etiquetas: homófobo, racista y misógino. Y obtuvieron el mismo resultado, el revés electoral. ¿Por qué? Porque había un amplio sector de la población harto del colectivismo, la corrupción y la hegemonía ideológica.
Ni Trump ni Bolsonaro hubieran podido ganar sin las redes sociales. Estas quebraron el cerco mediático impuesto en torno a ellos y a los valores que ellos dicen representar.
Es por esta razón que ahora el campo de batalla se trasladó al control de la agenda en redes sociales. Desde el 2019 la más política de ellas, twitter, ha entrado a un proceso de censura sin precedentes. Ahora, con la compra de dicha plataforma por parte de Elon Musk se avecina una paulatina vuelta de twitter al pluralismo político e ideológico, lo que nunca debió perder.
Mientras redactamos el presente Editorial se vota en Brasil e ignoramos el resultado que tendrán las elecciones en el vecino país. Pero sí sabemos que el resultado de las mismas no cambiará en nada el fenómeno que se vivirá en los días por venir, ahí y en toda Latinoamérica. Lo que los argentinos llaman “la grieta” continuará, porque en todo el continente aparece una nueva generación más liberal y menos socialista, aún emergente -es cierto-, pero que desafía la hegemonía ideológica reinante.