Por Alberto Peralta
Jean Cocteau dijo, alguna vez, que prefería los gatos a los perros porque no hay gatos policías. Los gatos están de moda. Por todos lados, Gifs y Memes de gatos simpáticos, tiernos, graciosos: invariables símbolos cristalizados por el marketing. Su ambiguo poder significante parece haber sido aplanado y emparejado por el mercado, como si ese mito según el cual «los chinos se comen a los gatos» fuera una forma de exteriorizar una metáfora de proximidad ominosa: consumimos gatos como mercancías. Escritores como Truman Capote, Herman Hesse, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; estrellas de cine como Bettie Page, Brigitte Bardot, Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe; y, por supuesto, los héroes del rock, desde Bob Dylan, David Bowie, Freddie Mercury, Kurt Cobain y Johnny Ramone ¡hasta el mismísimo Marilyn Manson! Todos han sido fotografiados con sus gatos. ¿Por qué los perros no gozan del mismo tipo de estatuto cultural? ¿Cuál es el secreto del seductor magnetismo que los gatos ejercen sobre las personas? Una parte de la tradición literaria, sin embargo, emparenta la figura del gato con la novela gótica, la brujería y el mal augurio. ¿Qué extraña alquimia los transformó en lo que representan hoy?
Una de las constataciones cotidianas más rotundas del carácter semiótico de la cultura bien podría residir, precisamente, en el estatuto simbólico de los animales. No hay equivalencia posible: la muerte de un gato no es análoga a la muerte de una hormiga. En las mascotas, acaso por el interdicto de una probable proyección inconsciente, algo se humaniza. Ante la escena de un gato matando lentamente a un ratón, por ejemplo, Denise Levertov escribe en uno de sus poemas: «Qué cruel es el gato ante nuestros ojos culpables». El poema se titula, sin embargo, «El inocente». En El malestar de la cultura (1930) Freud observaba que «jamás se pregunta por el objeto de la vida de los animales». Dicho de otro modo, si bien existe una vastísima tradición filosófica que se ha interrogado por el sentido de la vida humana, la pregunta por una verdadera metafísica animal parece extravagante, incluso cuando los modos usuales de abordar la ética de nuestras mascotas radican, como en el poema de Levertov, en los parámetros dictaminados por la lengua y la cultura propias: los animales «se portan bien» o «se portan mal». Y, aún así, hay un remanente nietzscheano en los animales, pero sobre todo en los gatos: algo –una cualidad inherente a su existencia– parece ubicarlos más allá del bien y del mal.
Acaso la primera cultura en donde el gato ocupa un lugar privilegiado sea nada más y nada menos que la cultura egipcia. En el Louvre, hay una escultura milenaria en bronce de Bastet, diosa egipcia con forma de gato que representaba la maternidad. Precisamente, en su origen mítico, algo de los gatos parece instalarse por encima de la esfera de humana, como una divinidad. Esta primera asociación histórica entre la gata como emblema materno conectará con algunos significados que aparecen, posteriormente, en otras lenguas. Por ejemplo, de acuerdo con el prestigioso Diccionario Oxford de Latín, el adjetivo cattus –de donde posiblemente derive, casi intacta, la palabra gato– significa «inteligente» y a la vez «cauto»; en francés, el verbo guetter refiere, por otra parte, el acto de «espiar». Pero ¿a quiénes espían estos sigilosos y astutos animales?