Por Alberto Peralta
No soporto a los que presentan como heroicas sus exacerbadas batallitas.
No soporto a los jóvenes impertinentes que no ceden sus asientos a los viejos en el ómnibus.
No soporto a los que muestran desprecio hacia el prójimo diferente. Todavía son más insoportables los jóvenes buenos, responsables y generosos. Un dechado de voluntariado y oración. Tanta educación y tanta muerte. En su corazón y en sus cabezas.
No soporto a toda esa gente dada a la lucha, la reivindicación, las elecciones fáciles y el sudor desparramado bajo la axila.
No soporto a los mánagers. Y ni siquiera es necesario explicar el porqué.
No soporto a los pequeñoburgueses, encerrados en el caparazón de su mundo de mierda. Al volante de sus vidas, va el miedo. El miedo a todo lo que no cabe en su pequeño caparazón. Y, por eso mismo, esnobs, sin conocer siquiera el significado de esa palabra.
No soporto a los novios, porque molestan.
No soporto a las novias, porque intervienen.
No soporto a los de miras amplias, tolerantes y desprejuiciados. Siempre correctos. Siempre perfectos. Siempre intachables. Todo está permitido, excepto el asesinato. Los criticas y ellos te agradecen la crítica. Los desprecias y ellos te lo agradecen de buena gana. En resumen, te ponen en un compromiso porque boicotean la maldad. Te preguntan: «¿Cómo estás?» y de verdad quieren saberlo. Un disgusto. Pero, por debajo de ese interés desinteresado, en algún lugar, incuban puñaladas.
No soporto a los que nunca te ponen en un compromiso. Siempre obedientes, siempre tranquilizadores. Fieles y chupamedias.
No soporto a los jugadores de padel, a los apodos, a los indecisos, a los no fumadores, el smog y el aire puro, a los comerciales.
No soporto las formalidades, las hogueras, el comercio justo y solidario, el desorden, a los ecologistas, el sentido cívico, a los gatos, a los ratones, las bebidas sin alcohol, las llamadas inesperadas, las llamadas largas, a los que dicen que un vaso de vino al día es saludable, a los que fingen que se han olvidado de tu nombre, a los que dicen para defenderse que son unos profesionales, a los compañeros de colegio a quienes te encuentras a los treinta años y te llaman por tu apellido, a los ancianos que nunca desaprovechan la oportunidad de recordarte que ellos estuvieron en alguna Revolución, a los hijos sin recursos que no tienen nada que hacer y deciden abrir una galería de arte, a los excomunistas que pierden la cabeza por la música brasileña, a los atontados que dicen «intrigante», los modernos que dicen «cool» y derivados, a los cursis que dicen bonito, mono, estupendo, a los ecuménicos que a todo el mundo llaman «princeso», a ciertas bellezas que dicen «te adoro», a los afortunados que tocan de oído, a los falsos distraídos que no te escuchan cuando hablas, a los superiores que juzgan, a las feministas, a los que viven en ciudades dormitorio, los edulcorantes, a los estilistas, los autorradios con pantalla, a los bailarines, a los políticos, las botas tejanas hechas en Yaguarón, a los adolescentes, a los subsecretarios, los poemas, a los cantantes de rock de edad provecta que usan vaqueros ajustados, a los escritores presuntuosos y circunspectos, a los parientes, las flores, a los rubios, las reverencias, las estanterías, a los intelectuales, a los artistas callejeros, las medusas, a los magos, a los vips, a los violadores, a los pedófilos, a todos los artistas de circo, a los trabajadores culturales, a los asistentes sociales, las diversiones, a los amantes de los animales, las corbatas, las risas fingidas, a los provincianos, las aladeltas, a todos los coleccionistas (un poco por encima de los demás, a los de relojes), todos los hobbys, a los médicos, a los pacientes, la cachaca, la publicidad, a los constructores, a las mamás, a los espectadores de ajedrez, a todos los actores y todas las actrices, a la izquierda exquisita, la cirugía estética, las circunvalaciones, la plantas, los mocasines, a los sectarios, a los presentadores de televisión, a los nobles.
Sólo soporto una cosa: tu mano escondida dentro de la mía.